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Resurgiendo de las cenizas

Del número de abril de 1979 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Los antiguos egipcios adoraban al fénix, un ave mítica y majestuosa consagrada a Ra, el dios del sol. Se decía que vivía por 500 años o más para ser luego consumida en su propio fuego y renacer de sus cenizas. El fénix simbolizaba la resurrección, o inmortalidad — la restauración o renovación de aquello que se consideraba absolutamente perdido.

Este simbolismo señala la renovación del pensamiento necesaria cuando las relaciones humanas caras a nuestro corazón, las esperanzas y las alegrías quedan reducidas a cenizas, consumidas en el fuego de los malentendidos y la desconfianza. Partiendo de la base de que el bien espiritual que Dios nos ha dado nunca se nos puede quitar, que tanto nosotros como nuestros seres queridos estamos incluidos en el Amor divino y que ninguna influencia maliciosa puede invertir el bien o poner en peligro la vida de una idea correcta, podemos ver la armonía y el progreso restaurados. Ésta es una de las funciones del ministerio del Cristo, de la cual se habla en Isaías: “... se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado”; Isa. 61:3; y puede cumplirse en nuestra vida.

La necesidad humana de restauración: recobrarse, renovarse, ser recompensado, en suma, retornar a la perfección original en pensamiento y demostración, es enorme. Desde la caída del mítico Adán hasta la turbulenta agitación de hoy, el bien en la experiencia humana parece a veces irremisiblemente perdido, a menudo por nuestros propios errores. Sin embargo, la vida de Cristo Jesús demostró la inmortalidad y permanencia del bien, a través de su comprensión de la inalterable relación del hombre con Dios como Su hijo bienamado.

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