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El valor de la serenidad

Del número de diciembre de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi padre tenía una serenidad interior que le permitía comunicarse con la naturaleza de un modo especial. Estaba familiarizado con las minucias de la vida en los campos y setos que rodeaban la casa donde pasé mi niñez, y cuando era niña me encantaba salir con él en las mañanas de primavera a buscar los primeros nidos de pájaros y las tempranas prímulas. Pero no siempre era fácil para una niña de cinco años mantener la calma y la paciencia necesarias en la búsqueda de esos tesoros.

Además, mi padre era partidario de una disciplina rigurosa y si yo había estado particularmente inquieta a la hora de la comida en familia, cuando los demás se habían levantado de la mesa me exigía que me sentara a su lado en silencio por un momento. Eso era para mí un verdadero suplicio; pero me ayudó a valorar los momentos de tranquilidad y a desarrollar un aplomo interior que, como adulta, he hallado invalorable al residir en una gran ciudad.

En realidad, un estado mental tranquilo no tiene nada que ver con el ambiente en que nos encontramos, sino que nos da acceso a un nivel más elevado de espiritualidad, que es el ambiente natural del hombre. En esta altitud espiritual podemos comenzar a descubrir nuestra identidad eterna, por siempre unida a Dios, el Espíritu.

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